PENTECOSTES


ESPECIAL DE PENTECOSTÉS, con explicación

 de los dones tomada de la catequesis de 

Papa Juan Pablo II

















Pentecostés es una de las celebraciones más importantes del calendario litúrgico, 
después de la Pascua.
En el Antiguo Testamento era la fiesta de la cosecha y, posteriormente los israelitas,

 la unieron a la alianza en el Monte Sinaí, 50 días después de la salida de Egipto.
 De ahí viene el nombre de pentecostés (50 días). En este día recordaban que Moisés 
subió al Monte Sinaí y recibió las Tablas de la Ley. El pueblo estableció un pacto con 
Dios, ellos se comprometían a vivir según sus mandatos y Dios se comprometía a estar
 siempre con ellos.
Los cristianos celebramos esta fiesta 50 días después de la Resurrección de Jesús.
Pero Pentecostés no es una fiesta aislada en el tiempo sino que junto con la Pascua
y la Ascensión forman una unidad. Son un sólo y único misterio.
El Espíritu es fruto de la Pascua. Estuvo en el nacimiento de la Iglesia, y sigue 
presente entre nosotros, renovándonos e impulsándonos a ser testigos de Jesús 
resucitado.

Algunos textos bíblicos:

Hech 2, 1-11
1 Cor 12, 3b-7.12.13
Rom 8, 8-17
Jn 20, 19-23

Fiesta de Pentecostés

Originalmente se denominaba “fiesta de las semanas” y tenía lugar siete semanas.
 después de la fiesta de los primeros frutos (Lv 23 15-21; Dt 169). Siete semanas son 
cincuenta días; de ahí el nombre de Pentecostés (igual a cincuenta) que recibió más
 tarde. Según Ex 34 22 se celebraba al término de la cosecha de la cebada y antes de
 comenzar la del trigo; era una fiesta movible pues dependía de cuándo llegaba cada
 año la cosecha a su sazón, pero tendría lugar casi siempre durante el mes judío de 
Siván, equivalente a nuestro Mayo/Junio. En su origen tenía un sentido fundamental
 de acción de gracias por la cosecha recogida, pero pronto se le añadió un sentido
 histórico: se celebraba en esta fiesta el hecho de la alianza y el don de la ley.
En el marco de esta fiesta judía, el libro de los Hechos coloca la efusión del 

Espíritu Santo sobre los apóstoles (Hch 2 1.4). A partir de este acontecimiento,
 Pentecostés se convierte también en fiesta cristiana de primera categoría
 (Hch 20 16; 1 Cor 168).

PENTECOSTÉS, algo más que la venida del espíritu...

La fiesta de Pentecostés es uno de los Domingos más importantes del año, 
después de la Pascua. En el Antiguo Testamento era la fiesta de la cosecha y,
 posteriormente, los israelitas, la unieron a la Alianza en el Monte Sinaí, cincuenta
 días después de la salida de Egipto.
Aunque durante mucho tiempo, debido a su importancia, esta fiesta fue llamada por 
el pueblo segunda Pascua, la liturgia actual de la Iglesia, si bien la mantiene como 
máxima solemnidad después de la festividad de Pascua, no pretende hacer un paralelo
 entre ambas, muy por el contrario, busca formar una unidad en donde se destaque
 Pentecostés como la conclusión de la cincuentena pascual. Vale decir como una fiesta 
de plenitud y no de inicio. Por lo tanto no podemos desvincularla de la Madre de todas
 las fiestas que es la Pascua.
En este sentido, Pentecostés, no es una fiesta autónoma y no puede quedar sólo como
 la fiesta en honor al Espíritu Santo. Aunque lamentablemente, hoy en día, son
 muchísimos los fieles que aún tienen esta visión parcial, lo que lleva a empobrecer
 su contenido.
Hay que insistir que, la fiesta de Pentecostés, es el segundo domingo más importante 
del año litúrgico en donde los cristianos tenemos la oportunidad de vivir intensamente
 la relación existente entre la Resurrección de Cristo, su Ascensión y la venida del
 Espíritu Santo.
Es bueno tener presente, entonces, que todo el tiempo de Pascua es, también, tiempo 
del Espíritu Santo, Espíritu que es fruto de la Pascua, que estuvo en el nacimiento de
 la Iglesia y que, además, siempre estará presente entre nosotros, inspirando nuestra
 vida, renovando nuestro interior e impulsándonos a ser testigos en medio de la 
realidad que nos corresponde vivir.

Culminar con una vigilia:

Entre las muchas actividades que se preparan para esta fiesta, se encuentran, las
ya tradicionales, Vigilias de Pentecostés que, bien pensadas y lo suficientement
e preparadas, pueden ser experiencias profundas y significativas para quienes
 participan en ellas.
Una vigilia, que significa “Noche en vela” porque se desarrolla de noche, es un acto
 litúrgico, una importante celebración de un grupo o una comunidad que vigila y 
reflexiona en oración mientras la población duerme. Se trata de estar despiertos
 durante la noche a la espera de la luz del día de una fiesta importante, en este caso 
Pentecostés. En ella se comparten, a la luz de la Palabra de Dios, experiencias,
 testimonios y vivencias. Todo en un ambiente de acogida y respeto.
Es importante tener presente que la lectura de la Sagrada Escritura, las oraciones,
 los cantos, los gestos, los símbolos, la luz, las imágenes, los colores, la celebración 
de la Eucaristía y la participación de la asamblea son elementos claves de una Vigilia.
En el caso de Pentecostés centramos la atención en el Espíritu Santo prometido por 
Jesús en reiteradas ocasiones y, ésta vigilia, puede llegar a ser muy atrayente,
 especialmente para los jóvenes, precisamente por el clima de oración, de alegría
 y fiesta.
Algo que nunca debiera estar ausente en una Vigilia de Pentecostés son los dones y 
los frutos del Espíritu Santo. A través de diversas formas y distintos recursos (lenguas
 de fuego, palomas, carteles, voces grabadas, tarjetas, pegatinas, etc.) debemos
 destacarlos y hacer que la gente los tenga presente, los asimile y los haga vida.
No sacamos nada con mencionarlos sólo para esta fiesta, o escribirlos en hermosas
 tarjetas, o en lenguas de fuego hechas en cartulinas fosforescentes, si no reconocemos
 que nuestro actuar diario está bajo la acción del Espíritu y de los frutos que vayamos
 produciendo.
Invoquemos, una vez más, al Espíritu Santo para que nos regale sus luces y su fuerza 
y, sobre todo, nos haga fieles testigos de Jesucristo, nuestro Señor.

Los siete dones del Espíritu Santo
Los siete dones del Espíritu Santo pertenecen en plenitud a Cristo, Hijo de David.
 Completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben. Hacen a los
 fieles dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas.

Don de sabiduría 
Nos hace comprender la maravilla insondable de Dios y nos impulsa 

a buscarle sobre todas las cosas y en medio de nuestro trabajo y de nuestras
 obligaciones.

Don de inteligencia
Nos descubre con mayor claridad las riquezas de la fe.

Don de consejo 
Nos señala los caminos de la santidad, el querer de Dios en nuestra vida diaria,

 nos anima a seguir la solución que más concuerda con la gloria de Dios y el bien de
 los demás.

Don de fortaleza 
Nos alienta continuamente y nos ayuda a superar las dificultades que sin duda

 encontramos en nuestro caminar hacia Dios.

Don de ciencia 
Nos lleva a juzgar con rectitud las cosas creadas y a mantener nuestro corazón en 

Dios y en lo creado en la medida en que nos lleve a Él.

Don de piedad 
Nos mueve a tratar a Dios con la confianza con la que un hijo trata a su Padre.

Don de temor de Dios 
Nos induce a huir de las ocasiones de pecar, a no ceder a la tentación, a evitar todo

 mal que pueda contristar al Espíritu Santo, a temer radicalmente separarnos de Aquel 
a quien amamos y constituye nuestra razón de ser y de vivir. 

EL ESPÍRITU SANTO

DEL CATECISMO:


1830 La vida moral de los

 cristianos está sostenida por los
 dones del Espíritu Santo.
Estos son disposiciones permanentes

 que hacen al hombre dócil para
 seguir los impulsos del Espíritu 
Santo.
1831 Los siete dones del Espíritu 

Santo son:
sabiduría, inteligencia, consejo

fortaleza, ciencia, piedad y temor 
de Dios. Pertenecen en plenitud a
 Cristo, Hijo de David (cf Is 11, 1-2).
 Completan y llevan a su perfección
 las virtudes de quienes los reciben. Hacen a los fieles dóciles para obedecer con
 prontitud a las inspiraciones divinas.

Tu espíritu bueno me guíe por una tierra llana (Sal 143,10).
Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios... 

Y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo (Rm 8,14.17)

Los dones del Espíritu Santo son hábitos sobrenaturales infundidos por Dios 

en las potencias del alma para recibir y secundar con facilidad las mociones 
del propio Espíritu Santo al modo divino o sobrehumano.

Los dones son infundidos por Dios. El alma no podría adquirir los dones por

 sus propias fuerzas ya que transcienden infinitamente todo el orden puramente 
natural. Los dones los poseen en algún grado todas las almas en gracia.
 Es incompatible con el pecado mortal.

El Espíritu Santo actúa los dones directa e inmediatamente como causa motora 

y principal, a diferencia de las virtudes infusas que son movidas o actuadas por
 el mismo hombre como causa motora y principal, aunque siempre bajo la previa 
moción de una gracia actual.

Los dones perfeccionan el acto sobrenatural de las las virtudes infusas.

Por la moción divina de los dones, el Espíritu Santo, inhabitante en el alma, rige

 y gobierna inmediatamente nuestra vida sobrenatural. Ya no es la razón humana 
la que manda y gobierna; es el Espíritu Santo mismo, que actúa como regla, motor 
y causa principal única de 
nuestros actos virtuosos, poniendo en movimiento todo el organismo de nuestra
 vida sobrenatural hasta llevarlo a su pleno desarrollo.

Número de dones: La interpretación unánime de los Padres y la enseñanza de la

 Iglesia enumera siete dones del Espíritu.


SABIDURÍA

Gusto para lo espiritual, capacidad de juzgar según la medida de Dios.
El primero y mayor de los siete dones.

S.S. Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo, 9-IV-89

La sabiduría "es la luz que se recibe de lo alto: es una participación especial en 

ese conocimiento misterioso y sumo, que es propio de Dios... Esta sabiduría superior 
es la raíz de un conocimiento nuevo, un conocimiento impregnado por la caridad, 
gracias al cual el alma adquiere familiaridad, por así decirlo, con las cosas divinas
 y prueba gusto en ellas. ... "Un cierto sabor de Dios" (Sto Tomás), por lo que el 
verdadero sabio no es simplemente el que sabe las cosas de Dios,sino el que las 
experimenta y las vive "

Además, el conocimiento sapiencial nos da una capacidad especial para juzgar

 las cosas humanas según la medida de Dios, a la luz de Dios. Iluminado por este
 don, el cristiano sabe ver interiormente las realidades del mundo: nadie mejor 
que él es capaz de apreciar los valores auténticos de la creación, mirándolos con
 los mismos ojos de Dios.

Ejemplo: "Cántico de las criaturas" de San Francisco de Asís... En todas estas almas

 se repiten las "grandes cosas" realizadas en María por el Espíritu. Ella, a quien
 la piedad tradicional venera como "Sedes Sapientiae", nos lleve a cada uno de
 nosotros a gustar interiormente las cosas celestes.

Gracias a este don toda la vida del cristiano con sus acontecimientos, sus aspiraciones, 

sus proyectos, sus realizaciones, llega a ser alcanzada por el soplo del Espíritu, que la
 impregna con la luz "que viene de lo Alto", como lo han testificado tantas almas 
escogidas también en nuestros tiempos... En todas estas almas se repiten las 
"grandes cosas" realizadas en María por el Espíritu Santo. 
Ella, a quien la piedad tradicional venera como "Sede Sapientiae", 
nos lleve a cada uno de nosotros a gustar interiormente las cosas celestes.

"La preferí a cetros y tronos, y, en su comparación, tuve en nada la riqueza" Sb 7:7-8.

Por la sabiduría juzgamos rectamente de Dios y de las cosas divinas por sus

 últimas y altísimas causas bajo el instinto especial del E.S., que nos las hace
saborear por cierta connaturlidad y simpatía. Es inseparable de la caridad.


INTELIGENCIA O ENTENDIMIENTO

Es una gracia del Espíritu Santo para comprender la Palabra de Dios y

 profundizar las verdades reveladas.

S.S. Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo, 16-IV-89

La fe es adhesión a Dios en el claroscuro del misterio; sin embargo es también 

búsqueda con el deseo de conocer más y mejor la verdad revelada. Ahora bien, 
este impulso interior nos viene del Espíritu, que juntamente con ella concede
 precisamente este don especial de inteligencia y casi de intuición de la verdad divina.

La palabra "inteligencia" deriva del latín intus legere, que significa "leer dentro", 

penetrar, comprender a fondo.Mediante este don el Espíritu Santo, que "escruta las
 profundidades de Dios" (1 Cor 2,10), comunica al creyente una chispa de capacidad 
penetrante que le abre el corazón a la gozosa percepción del designio amoroso de Dios.
 Se renueva entonces la experiencia de los discípulos de Emaús, los cuales, tras haber
 reconocido al Resucitado en la fracción del pan, se decían uno a otro: "
¿No ardía nuestro corazón mientras hablaba con nosotros en el camino, 
explicándonos las Escrituras?" (Lc 24:32)

Esta inteligencia sobrenatural se da no sólo a cada uno, sino también a la comunidad:

 a los Pastores que, como sucesores de los Apóstoles, son herederos de la promesa 
específica que Cristo les hizo (cfr Jn 14:26; 16:13) y a los fieles que, gracias a la
 "unción" del Espíritu (cfr 1 Jn 2:20 y 27) poseen un especial "sentido de la fe"
 (sensus fidei) que les guía en las opciones concretas.

Efectivamente, la luz del Espíritu, al mismo tiempo que agudiza la inteligencia 

de las cosas divinas, hace también mas límpida y penetrante la mirada sobre las
 cosas humanas. Gracias a ella se ven mejor los numerosos signos de Dios que
 están inscritos en la creación. Se descubre así la dimensión no puramente terrena
 de los acontecimientos, de los que está tejida la historia humana. Y se puede lograr
 hasta descifrar proféticamente el tiempo presente y el futuro. "¡signos de los tiempos,
 signos de Dios!".

Queridísimos fieles, dirijámonos al Espíritu Santo con las palabras de la liturgia:

 "Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo" (Secuencia de Pentecostés).

Invoquemoslo por intercesión de Maria Santísima, la Virgen de la Escucha, que

 a la luz del Espíritu supo escrutar sin cansarse el sentido profundo de los misterios
 realizados en Ella por el Todopoderoso (cfr Lc 2, 19 y 51). La contemplación de 
las maravillas de Dios será también en nosotros fuente de alegría inagotable:
 "Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador" 
(Lc 1, 46 s).


CONSEJO

Ilumina la conciencia en las opciones que la vida diaria le impone, 

sugiriéndole lo que es lícito, lo que corresponde, lo que conviene más al alma.

S.S. Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo, 7-V-89

2. Continuando la reflexión sobre los dones del Espíritu Santo, hoy tomamos 

en consideración el don de consejo. Se da al cristiano para iluminar la conciencia 
en las opciones que la vida diaria le impone.

Una necesidad que se siente mucho en nuestro tiempo, turbado por no pocos motivos 

de crisis y por una incertidumbre difundida acerca de los verdaderos valores,
 es la que se denomina «reconstrucción de las conciencias». Es decir, se advierte 
la necesidad de neutralizar algunos factores destructivos que fácilmente se 
insinúan en el espíritu humano, cuando está agitado por las pasiones, y la de 
introducir en ellas elementos sanos y positivos.

En este empeño de recuperación moral la Iglesia debe estar y está en primera línea:

 de aquí la invocación que brota del corazón de sus miembros -de todos nosotros para
 obtener ante todo la ayuda de una luz de lo Alto. El Espíritu de Dios sale al encuentro
 de esta súplica mediante el don de consejo, con el cual enriquece y perfecciona la virtud
 de la prudencia y guía al alma desde dentro, iluminándola sobre lo que debe hacer, 
especialmente cuando se trata de opciones importantes (por ejemplo, de dar respuesta
 a la vocación), o de un camino que recorrer entre dificultades y obstáculos. 
Y en realidad la experiencia confirma que «los pensamientos de los mortales son 
tímidos e inseguras nuestras ideas», como dice el Libro de la Sabiduría (9, 14).

3. El don de consejo actúa como un soplo nuevo en la conciencia, sugiriéndole lo

 que es lícito, lo que corresponde, lo que conviene más al alma (cfr San Buenaventura, 
Collationes de septem don is Spiritus Sancti, VII, 5). La conciencia se convierte entonces
 en el «ojo sano» del que habla el Evangelio (Mt 6, 22), y adquiere una especie de nueva
 pupila, gracias a la cual le es posible ver mejor que hay que hacer en una determinada
 circunstancia, aunque sea la más intrincada y difícil. El cristiano, ayudado por este don,
 penetra en el verdadero sentido de los valores evangélicos, en especial de los que 
manifiesta el sermón de la montaña (cfr Mt 5-7).

Por tanto, pidamos el don de consejo. Pidámoslo para nosotros y, de modo particular,

 para los Pastores de la Iglesia, llamados tan a menudo, en virtud de su deber, a tomar 
decisiones arduas y penosas.

Pidámoslo por intercesión de Aquella a quien saludamos en las letanías como

 Mater Boni Consilii, la Madre del Buen Consejo.


FORTALEZA

Fuerza sobrenatural que sostiene la virtud moral de la fortaleza. Para obrar

 valerosamente lo que Dios quiere de nosotros, y sobrellevar las contrariedades 
de la vida. Para resistir las instigaciones de las pasiones internas y las presiones 
del ambiente. Supera la timidez y la agresividad.

S.S. Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo, 14-V-89

1. En nuestro tiempo muchos ensalzan la fuerza física, llegando incluso a aprobar

 las manifestaciones extremas de la violencia. En realidad, el hombre cada día 
experimenta la propia debilidad, especialmente en el campo espiritual y moral, 
cediendo a los impulsos de las pasiones internas y a las presiones que sobre el
 ejerce el ambiente circundante.

2. Precisamente para resistir a estas múltiples instigaciones es necesaria la

 virtud de la fortaleza, que es una de las cuatro virtudes cardinales sobre las 
que se apoya todo el edificio de la vida moral: la fortaleza es la virtud de quien
 no se aviene a componendas en el cumplimiento del propio deber.

Esta virtud encuentra poco espacio en una sociedad en la que está difundida

 la práctica tanto del ceder y del acomodarse como la del atropello y la dureza
 en las relaciones económicas, sociales y políticas. La timidez y la agresividad
 son dos formas de falta de fortaleza que, a menudo, se encuentran en el
 comportamiento humano, con la consiguiente repetición del entristecedor 
espectáculo de quien es débil y vil con los poderosos, petulante y prepotente
con los indefensos.

3. Quizá nunca como hoy, la virtud moral de la fortaleza tiene necesidad de 

ser sostenida por el homónimo don del Espíritu Santo. El don de la fortaleza
 es un impulso sobrenatural, que da vigor al alma no solo en momentos dramáticos
 como el del martirio, sino también en las habituales condiciones de dificultad: 
en la lucha por permanecer coherentes con los propios principios; en el soportar
ofensas y ataques injustos; en la perseverancia valiente, incluso entre 
incomprensiones y hostilidades, en el camino de la verdad y de la honradez.

Cuando experimentamos, como Jesus en Getsemani, «la debilidad de la carne»

(cfr Mt 26, 41; Mc 14, 38), es decir, de la naturaleza humana sometida a las
 enfermedades físicas y psíquicas, tenemos que invocar del Espíritu Santo el 
don de la fortaleza para permanecer firmes y decididos en el camino del bien.
Entonces podremos repetir con San Pablo: «Me complazco en mis flaquezas, 
en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas
 por Cristo; pues, cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte» (2 Cor 12, 10).

4. Son muchos los seguidores de Cristo -Pastores y fieles, sacerdotes, religiosos y

 laicos, comprometidos en todo campo del apostolado y de la vida social- que, en todos
 los tiempos y también en nuestro tiempo, han conocido y conocen el martirio del cuerpo
 y del alma, en íntima unión con la Mater Dolorosa junto la Cruz. ¡Ellos lo han
 superado todo gracias a este don del Espíritu!

Pidamos a María, a la que ahora saludamos como Regina caeli, nos obtenga el

 don de la fortaleza en todas las vicisitudes de la vida y en la hora de la muerte.


CIENCIA

Nos da a conocer el verdadero valor de las criaturas en su relación con el Creador.

S.S. Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo, 23-IV-89

1. La reflexión sobre los dones del Espíritu Santo, que hemos comenzado en los

 domingos anteriores, nos lleva hoy a hablar de otro don: el de ciencia, gracias
 al cual se nos da a conocer el verdadero valor de las criaturas en su relación con 
el Creador.

Sabemos que el hombre contemporáneo, precisamente en virtud del desarrollo de

 las ciencias, está expuesto particularmente a la tentación de dar una interpretación 
naturalista del mundo; ante la multiforme riqueza de las cosas, de su complejidad, 
variedad y belleza, corre el riesgo de absolutizarlas y casi de divinizarlas hasta 
hacer de ellas el fin supremo de su misma vida. Esto ocurre sobre todo cuando se 
trata de las riquezas, del placer, del poder que precisamente se pueden derivar 
de las cosas materiales. Estos son los ídolos principales, ante los que el mundo se 
postra demasiado a menudo.

2. Para resistir esa tentación sutil y para remediar las consecuencias nefastas a

 las que puede llevar, he aquí que el Espíritu Santo socorre al hombre con el don 
de la ciencia. Es esta la que le ayuda a valorar rectamente las cosas en su
 dependencia esencial del Creador. Gracias a ella -como escribe Santo Tomás-,
 el hombre no estima las criaturas más de lo que valen y no pone en ellas, sino
 en Dios, el fin de su propia vida (cfr S. Th., 11-II, q. 9, a. 4).

Así logra descubrir el sentido teológico de lo creado, viendo las cosas como

 manifestaciones verdaderas y reales, aunque limitadas, de la verdad, de la belleza, 
del amor infinito que es Dios, y como consecuencia, se siente impulsado a traducir
 este descubrimiento en alabanza, cantos, oración, acción de gracias. 
Esto es lo que tantas veces y de múltiples modos nos sugiere el Libro de los Salmos.
 ¿Quien no se acuerda de alguna de dichas manifestaciones? 
"El cielo proclama la gloria de Dios y el firmamento pregona la obra de sus manos"
 (Sal 18/19, 2; cfr Sal 8, 2); "Alabad al Señor en el cielo, alabadlo en su fuerte
 firmamento... Alabadlo sol y Luna, alabadlo estrellas radiantes" (Sal 148, 1. 3).

3. El hombre, iluminado por el don de la ciencia, descubre al mismo tiempo 

la infinita distancia que separa a las cosas del Creador, su intrínseca limitación,
 la insidia que pueden constituir, cuando, al pecar, hace de ellas mal uso. 
Es un descubrimiento que le lleva a advertir con pena su miseria y le empuja a
 volverse con mayor Ímpetu y confianza a Aquel que es el único que puede apagar 
plenamente la necesidad de infinito que le acosa.

Esta ha sido la experiencia de los Santos... Pero de forma absolutamente singular 

esta experiencia fue vivida por la Virgen que, con el ejemplo de su itinerario personal
 de fe, nos enseria a caminar "para que en medio de las vicisitudes del mundo, nuestros
 corazones estén firmes en la verdadera alegria" (Oración del domingo XXI 
del tiempo ordinario).


PIEDAD

Sana nuestro corazón de todo tipo de dureza y lo abre a la ternura para con 

Dios como Padre y para con los hermanos como hijos del mismo Padre. Clamar
 ¡Abba, Padre!
Un hábito sobrenatural infundido con la gracia santificante para excitar en la voluntad,

 por instinto del E.S., un afecto filial hacia Dios considerado como Padre y un sentimiento
 de fraternidad universal para con todos los hombres en cuanto hermanos e hijos 
del mismo Padre.

S.S. Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo, 28-V-1989.

1. La reflexión sobre los dones del Espíritu Santo nos lleva, hoy, a hablar de otro

 insigne don: la piedad. Mediante este, el Espíritu sana nuestro corazón de todo
 tipo de dureza y lo abre a la ternura para con Dios y para con los hermanos.

La ternura, como actitud sinceramente filial para con Dios, se expresa en la oración.

 La experiencia de la propia pobreza existencial, del vació que las cosas terrenas dejan 
en el alma, suscita en el hombre la necesidad de recurrir a Dios para obtener gracia, 
ayuda y perdón. El don de la piedad orienta y alimenta dicha exigencia, enriqueciéndola 
con sentimientos de profunda confianza para con Dios, 
experimentado como Padre providente y bueno. 
En este sentido escribía San Pablo: «Envió Dios a su Hijo..., 
para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que 
Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: Abbá, Padre! 
De modo que ya no eres esclavo, sino hijo...» (Gal 4, 4-7; cfr Rom 8, 15).

2. La ternura, como apertura auténticamente fraterna hacia el prójimo, se manifiesta

 en la mansedumbre. Con el don de la piedad el Espíritu infunde en el creyente una 
nueva capacidad de amor hacia los hermanos, haciendo su Corazón de alguna manera
 participe de la misma mansedumbre del Corazón de Cristo. El cristiano «piadoso» 
siempre sabe ver en los demás a hijos del mismo Padre, llamados a formar parte de la
 familia de Dios, que es la Iglesia. Por esto el se siente impulsado a tratarlos con la
 solicitud y la amabilidad propias de una genuina relación fraterna.

El don de la piedad, además, extingue en el corazón aquellos focos de tensión y de

 división como son la amargura, la cólera, la impaciencia, y lo alimenta con sentimientos
 de comprensión, de tolerancia, de perdón. Dicho don está, por tanto, en la raíz de
 aquella nueva comunidad humana, que se fundamenta en la civilización del amor.

3. Invoquemos del Espíritu Santo una renovada efusión de este don, confiando

 nuestra súplica a la intercesión de Maria, modelo sublime de ferviente oración y
 de dulzura materna. Ella, a quien la Iglesia en las Letanías lauretanas Saluda como
Vas insignae devotionis, nos ensetie a adorar a Dios «en espíritu y en verdad» (Jn 4, 23)
 y a abrirnos, con corazón manso y acogedor, a cuantos son sus hijos y, por tanto,
 nuestros hermanos. Se lo pedimos con las palabras de la «Salve Regina»: 
«i... 0 clemens, o pia, o dulcis Virgo Maria!».


TEMOR DE DIOS

Espíritu contrito ante Dios, concientes de las culpas y del castigo divino, pero 

dentro de la fe en la misericordia divina. Temor a ofender a Dios, humildemente
 reconociendo nuestra debilidad. Sobre todo: temor filial, que es el amor de Dios:
 el alma se preocupa de no disgustar a Dios, amado como Padre, de no ofenderlo
 en nada, de "permanecer" y de crecer en la caridad (cfr Jn 15, 4-7).

S.S. Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo, 11 -VI-1989.

1. Hoy deseo completar con vosotros la reflexión sobre los dones del Espíritu Santo.

 El Ultimo, en el orden de enumeración de estos dones, es el don de temor de Dios.

La Sagrada Escritura afirma que "Principio del saber, es el temor de Yahveh" 

(Sal 110/111, 10; Pr 1, 7). ¿Pero de que temor se trata? No ciertamente de ese 
«miedo de Dios» que impulsa a evitar pensar o acordarse de El, como de algo 
que turba e inquieta. Ese fue el estado de ánimo que, según la Biblia, impulsó
 a nuestros progenitores, después del pecado, a «ocultarse de la vista de Yahveh Dios
 por entre los árboles del jardín» (Gen 3, 8); este fue también el sentimiento del siervo
 infiel y malvado de la parábola evangélica, que escondió bajo tierra el talento recibido
 (cfr Mt 25, 18. 26).

Pero este concepto del temor-miedo no es el verdadero concepto del temor-don del

 Espíritu. Aquí se trata de algo mucho más noble y sublime: es el sentimiento sincero y 
trémulo que el hombre experimenta frente a la tremenda malestas de Dios, especialmente
 cuando reflexiona sobre las propias infidelidades y sobre el peligro de ser
 «encontrado falto de peso» (Dn 5, 27) en el juicio eterno, del que nadie puede escapar. 
El creyente se presenta y se pone ante Dios con el «espíritu contrito» y con el «corazón
 humillado» (cfr Sal 50/51, 19), sabiendo bien que debe atender a la propia salvación 
«con temor y temblor» (Flp, 12). Sin embargo, esto no significa miedo irracional, 
sino sentido de responsabilidad y de fidelidad a su ley.

2. El Espíritu Santo asume todo este conjunto y lo eleva con el don del temor de Dios. 

Ciertamente ello no excluye la trepidación que nace de la conciencia de las culpas 
cometidas y de la perspectiva del castigo divino, pero la suaviza con la fe en la
 misericordia divina y con la certeza de la solicitud paterna de Dios que quiere
 la salvación eterna de todos. Sin embargo, con este don, el Espíritu Santo infunde
 en el alma sobre todo el temor filial, que es el amor de Dios: el alma se preocupa 
entonces de no disgustar a Dios, amado como Padre, de no ofenderlo en nada, de 
"permanecer" y de crecer en la caridad (cfr Jn 15, 4-7).

3. De este santo y justo temor, conjugado en el alma con el amor de Dios, depende

 toda la práctica de las virtudes cristianas, y especialmente de la humildad, de la
 templanza, de la castidad, de la mortificación de los sentidos. Recordemos la exhortación
 del Apóstol Pablo a sus cristianos: "Queridos míos, purifiquémonos de toda mancha 
de la carne y del espíritu, consumando la santificación en el temor de Dios» (2 Cor 7, 1).

Es una advertencia para todos nosotros que, a veces, con tanta facilidad transgredimos 

la ley de Dios, ignorando o desafiando sus castigos. Invoquemos al Espíritu Santo a fin 
de que infunda largamente el don del santo temor de Dios en los hombres de nuestro
 tiempo. Invoquémoslo por intercesión de Aquella que, al anuncio del mensaje celeste 
o se conturbó» (Lc 1, 29) y, aun trepidante por la inaudita responsabilidad que se
 le confiaba, supo pronunciar el fiat» de la fe, de la obediencia y del amor.

ORACION

Ven Espíritu Divino


Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre; don en tus dones espléndido;
luz que penetras las almas; fuente del mayor consuelo.

Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos.

Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre, si tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado, cuando no envías tu aliento.

Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo,
lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero.

Reparte tus siete dones, según la fe de tus siervos;
por tu bondad y tu gracia, dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse y danos tu gozo eterno.
Amén.