Benedicto XVI y la mujer
Jorge Enrique Mújica


"Por desgracia somos herederos de una historia de enormes condicionamientos que, en todos los tiempos y en cada lugar, han hecho difícil el camino de la mujer, despreciada en su dignidad, olvidada en sus prerrogativas, marginada frecuentemente e incluso reducida a esclavitud. Esto le ha impedido ser profundamente ella misma y ha empobrecido la humanidad entera de auténticas riquezas espirituales. No sería ciertamente fácil señalar responsabilidades precisas, considerando la fuerza de las sedimentaciones culturales que, a lo largo de los siglos, han plasmado mentalidades e instituciones. Pero si en esto no han faltado, especialmente en determinados contextos históricos, responsabilidades objetivas incluso en no pocos hijos de la Iglesia, lo siento sinceramente ". Con esta sensibilidad, con esta afirmación se expresaba Juan Pablo II en la carta que en 1995 escribió a las mujeres.(ver texto siguiente)
        Es imposible e inútil el querer imaginar una Iglesia sin la aportación femenina. Tan sin sentido que jamás un buen cristiano podrá esconderla y, mucho menos, negarla. En la homilía del viernes santo pasado ante la curia romana y el Santo Padre, el predicador de la casa pontificia, P. Rainero Cantalamesa, ha recordado que las mujeres son la esperanza de un mundo más humano, que nuestra civilización "tiene necesidad de un corazón para que el hombre pueda sobrevivir en ella sin deshumanizarse del todo"; de ahí que deba darse "más espacio a las razones del corazón" para evitar otra "era glacial" pues hoy se constata la avidez de aumentar el conocimiento pero muy poca la de aumentar la capacidad de amar, y ello tiene su explicación: "el conocimiento se traduce automáticamente en poder, el amor en servicio".
        Es un hecho. De un tiempo para acá, los Papas han sabido ir incardinando las aptitudes de la mujer en varios dicasterios y organismos de la vida de la Iglesia. Con Juan Pablo II se acentuó un periodo, si cabe decirlo así, fecundo de acercamiento y exaltación de los dones, valores, virtudes y vocación propias de la mujer; una valoración que ha ayudado a ver desde otra perspectiva, tanto a hombres como a mujeres, eclesiásticos o no, la participación de éstas en la vida de la Iglesia y el mundo.
        Benedicto XVI ha seguido lúcidamente en esta línea. Como cardenal estuvo encargado de presentar, el 30 de septiembre de 1988, la carta apostólica que Juan Pablo II dedicara a las mujeres (La dignidad de la mujer). Como prefecto de la congregación para la doctrina de la fe, el 31 de julio de 2004, regaló al mundo aquel hermoso documento, la "Carta a los obispos de la Iglesia Católica sobre la colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia y el mundo", que vino revitalizar los documentos pontificios anteriormente aparecidos sobre el tema y a refrescar la importancia de la feminidad dentro de la Iglesia, en el mundo, y la necesidad de que la vocación natural, los dones y aptitudes de la mujer fuesen valorados por el varón y los de éste por ella. Ahora como Papa, las palabras de afecto y reconocimiento hacia la mujer no han sido menores pese a que muchos se empeñen en tratar de hacer ver lo contrario.
Gestos y manifestaciones
        En febrero pasado, durante la audiencia general, el Papa centró laudatoriamente la atención en las numerosas figuras femeninas que "desempeñaron un papel efectivo y valioso en la difusión del Evangelio" subrayando que "no se puede olvidar su testimonio ". Con esa catequesis se evidenciaba aún más la trayectoria de reconocimiento público que Benedicto XVI ha venido siguiendo en comentarios puntuales hechos a través de entrevistas, homilías y discursos; una trayectoria que recoge, expone y valora el gran servicio y la aportación peculiar que la mujer ha prestado a la Iglesia y al mundo reivindicando su protagonismo activo en el ámbito de las comunidades cristianas primitivas y a lo largo de la historia del cristianismo. En esos comentarios también ha recordado clara y amorosamente el papel valiosísimo, aunque no ministerial, que la mujer desarrolla en nuestra actualidad dentro de la Iglesia.
        Recientemente Benedicto XVI, a través del presidente del Consejo Pontificio para los laicos, el arzobispo Stanislaw Rilko, ha concedido a la Unión Mundial de Organizaciones de Mujeres católicas (UMOFC), fundada en 1910, el estatuto de asociación pública internacional de fieles; un reconocimiento que, en palabras de la presidenta general, Karen Hurley, significa que se "honra los incansables esfuerzos de millones de mujeres fieles católicas activas en nuestra unión a nivel parroquial, diocesano, nacional e internacional".
Maternidad como vocación de primer orden y máxima importancia
        Quizá uno de los temas a los que, en el amplio campo de la mujer, más referencia y énfasis ha hecho el Santo Padre, ha sido el de la maternidad. Las palabras que al respecto a pronunciado no se han limitado a la denuncia actual ante la creciente escasez de candidatas a desempeñar su natural vocación de madres y educadoras; ante todo, ha manifestado el aprecio personal y el valor de la maternidad en sí misma, pero no todo ha quedado ahí. El Papa se sabe hijo y lo que ello entraña, por ello ha agradecido a las madres el don de sí mismas, el estar abiertas a la vida.
        A un párroco romano que le pidió unas palabras de aliento para las "mamás", el Papa dijo: "Decidles simplemente: el Papa os da las gracias. Os expresa su gratitud porque habéis dado la vida, porque queréis ayudar a esta vida que crece y así queréis construir un mundo humano, contribuyendo a un futuro humano. Y no lo hacéis sólo dando la vida biológica, sino también comunicando el centro de la vida, dando a conocer a Jesús, introduciendo a vuestros hijos en el conocimiento de Jesús, en la amistad con Jesús. Este es el fundamento de toda catequesis. Por consiguiente, es preciso dar las gracias a las madres por, sobre todo porque han tenido la valentía de dar la vida. Y es necesario pedir a las madres que completen ese dar la vida comunicando la amistad con Jesús ".
        Tiempo antes había ponderado el papel de la maternidad a propósito de la festividad litúrgica de santa Mónica exaltando cómo ella había vivido "de manera ejemplar su misión de esposa y madre ayudando a su marido Patricio a descubrir la belleza de la fe en Cristo y la fuerza del amor evangélico, capaz de vencer el mal con el bien ".
        Benedicto XVI no se ha detenido a recordar obligaciones sino en hacer notar la belleza que hay detrás de la vocación de madre y, consecuentemente, de educadora; ante la exposición reaccionaria de ciertos grupos que se oponen a la realización de la mujer en el hogar, la familia, el matrimonio, la maternidad, el Papa ha hecho ver con delicadeza y afecto de padre y pastor cuán lejos está la mujer que no corresponde a su misión natural.
Sacerdocio y la aportación de la mujer en la Iglesia
        Hoy por hoy es más visible la participación de la mujer en organismos vaticanos. Es verdad que Benedicto XVI, hasta el momento, no ha realizado nombramientos al respecto sino que más bien ha mantenido en pie los ya realizados por Juan Pablo II (entre otros, el de la religiosa salesiana, sor Enrica Rosanna, subsecretaria para la congregación de los institutos de vida consagrada y sociedades de vida apostólica, y el de la doctora Mary Ann Glendon, presidenta de la Pontificia Academia de Ciencias Sociales). Pero no todo ha quedado ahí. Para el sínodo sobre la Eucaristía de octubre de 2005, Benedicto XVI convocó a una docena de auditoras para participar en el mismo: desde la ex embajadora de Filipinas ante la Santa Sede, Enrietta Tambunting de Villa, hasta una fundadora, miembros seglares de movimientos eclesiales y, por supuesto, religiosas de distintas congregaciones.
        Propiamente hablando no se puede hacer referencia a una doctrina pontificia sobre la mujer. Ni el actual ni el pontificado anterior los tuvo. Y es que la feminidad no es doctrina de un Papa sino riqueza de la Iglesia entera. Con los documentos que sacó Juan Pablo II, el pontífice no hizo más que evidenciar lo que la Iglesia ha creído y defendido sobre la mujer apoyada en el principio paulino según el cual para los bautizados "ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer". El motivo es que "todos somos uno en Cristo Jesús" (Gálatas 3, 28), "es decir, todos tenemos la misma dignidad de fondo, aunque cada uno con funciones específicas ".
        Es a la luz de esas funciones específicas que se debe captar la respuesta expresada a modo de negativa para el acceso de la mujer a las órdenes Sagradas. Y es que la Iglesia no se puede entender al modo democrático y meramente político. El que muchos quieran una aportación más clara y visible de la mujer en puestos de mayor responsabilidad parece inquietud justa entendida al modo meramente humano de paridad de oportunidades, pero no es así. "Como sabemos, el ministerio sacerdotal, procedente del Señor, está reservado a los varones, en cuanto que el ministerio sacerdotal es el gobierno en el sentido profundo, pues, en definitiva, es el Sacramento el que gobierna la Iglesia. Este es el punto decisivo. No es el hombre quien hace algo, sino que es el sacerdote fiel a su misión el que gobierna, en el sentido de que es el Sacramento, es decir, Cristo mismo mediante el Sacramento, quien gobierna, tanto a través de la Eucaristía como a través de los demás Sacramentos, y así siempre es Cristo quien preside ".
        Y es que el sacerdocio se ha llegado a interpretar como un derecho, cuando es un servicio propio del varón con vocación a servir. Interrogado sobre el tema de la aportación clara y visible de la mujer en la Iglesia, el Santo Padre declaró a los periodistas de Radio Vaticano y cuatro cadenas alemanas (Bayerischer Rundfunk, ARD, ZDF y la Deutsche Welle): "…no hay que pensar que en la Iglesia la única posibilidad de desempeñar un papel importante es la de ser sacerdote. En la historia de la Iglesia hay muchísimas tareas y funciones. Basta recordar las hermanas de los Padre de la Iglesia, y la Edad Media, cuando grandes mujeres desempeñaron un papel muy decisivo, y también en la época moderna. Pensemos en Hildegarda de Bingen, que protestaba enérgicamente ante los obispos y el Papa; en Catalina de Siena y en Brígida de Suecia. También en los tiempos modernos las mujeres deben buscar siempre de nuevo -y nosotros con ellas- el lugar que les corresponde. Hoy están muy presentes en los dicasterios de la Santa Sede. Pero existe un problema jurídico: el de la jurisdicción, es decir, el hecho de que, según el derecho canónico, la facultad de tomar decisiones jurídicamente vinculantes va unida al Orden Sagrado ".
        Encontrar el lugar que les corresponda significa para el Papa que tienen un lugar; partiendo de ahí ahora hay que reencontrarlo o toparse con él por vez primera. No se trata de buscar nuevos lugares sino de retomar los que ya existen. Al decir "nosotros con ellas" está significando que para determinar si realmente el lugar reencontrado es efectivamente tal, debe contar con la confirmación de la autoridad respectiva.
        En marzo de 2006, un joven sacerdote preguntó al Papa: "¿Por qué no hacer que la mujer colabore en el gobierno de la Iglesia? Convendría promover el papel de la mujer también en el ámbito institucional y ver que su punto de vista es diverso del masculino…" La prensa mundial hizo grande eco de la pregunta y poco caso a la respuesta. El Papa respondió con ternura y profundidad: "Siempre me causa gran impresión, en el primer Canon, el Canon Romano, la oración especial por los sacerdotes. En esta humildad realista de los sacerdotes, nosotros, precisamente como pecadores, pedimos al Señor que nos ayude a ser sus siervos. En esta oración por el sacerdote, y sólo en esta, aparecen siete mujeres rodeando al sacerdote. Se presentan precisamente como las mujeres creyentes que nos ayudan en nuestro camino. Ciertamente, cada uno lo ha experimentado. Así, la Iglesia tiene una gran deuda de gratitud con respecto a las mujeres (…) Las mujeres hacen mucho por el gobierno de la Iglesia, comenzando por la religiosas, por las hermanas de los grandes Padres de la Iglesia, como san Ambrosio, hasta las grandes mujeres de la Edad Media: santa Hildegarda, santa Catalina de Siena, santa Teresa de Ávila; y recientemente madre Teresa. (…) como sabemos, el ministerio sacerdotal, procedente del Señor, está reservado a los varones, en cuanto que el ministerio sacerdotal es el gobierno en el sentido profundo, pues, en definitiva, es el Sacramento el que gobierna la Iglesia. Este es el punto decisivo. No es el hombre quien hace algo, sino que es el sacerdote fiel a su misión el que gobierna, en el sentido de que es el Sacramento, es decir, Cristo mismo mediante el Sacramento, quien gobierna, tanto a través de la Eucaristía como a través de los demás Sacramentos, y así siempre es Cristo quien preside ". No es el hombre quien gobierna, ¡es el sacramento! Por tanto no cabe hablar de discriminación. Es Cristo en definitiva quien gobierna.
        El actual Pontífice se ha mostrado sabio y delicado a la hora de aclamar la figura de la mujer así como en los momentos en los que ha recordado cuál no es su función y los motivos de ello. Bien puede pensarse que lleva en la mente aquel sentido agradecimiento que con motivo de la IV Conferencia Mundial sobre la mujer en Pekín redactó Juan Pablo II a modo de carta.
Agradecimiento a las mujeres
        Benedicto XVI no cesará de reivindicar la riqueza del genio femenino. Ya lo ha hecho y, qué duda cabe, lo seguirá haciendo. El reflejo de esas manifestaciones comienza a dejarse sentir en muchos otros ámbitos de la Iglesia. Cómo no traer a cuento aquellas palabras de gratitud pensadas, escritas y pronunciadas por aquel gran poeta y Papa, Juan Pablo II, que hayan eco en su predecesor:
        "Te doy gracias, mujer-madre, que te conviertes en seno del ser humano con la alegría y los dolores de parto de una experiencia única, la cual te hace sonrisa de Dios para el niño que viene a la luz y te hace guía de sus primeros pasos, apoyo de su crecimiento, punto de referencia en el posterior camino de la vida.
        Te doy gracias, mujer-esposa, que unes irrevocablemente tu destino al de un hombre, mediante una relación de recíproca entrega, al servicio de la comunión y de la vida.
        Te doy gracias, mujer-hija y mujer-hermana, que aportas al núcleo familiar y también al conjunto de la vida social las riquezas de tu sensibilidad, intuición, generosidad y constancia.
        Te doy gracias, mujer-trabajadora, que participas en todos los ámbitos de la vida social, económica, cultural, artística y política, mediante la indispensable aportación que das a la elaboración de una cultura capaz de conciliar razón y sentimiento, a una concepción de la vida siempre abierta al sentido del " misterio ", a la edificación de estructuras económicas y políticas más ricas de humanidad.
        Te doy gracias, mujer-consagrada, que a ejemplo de la más grande de las mujeres, la Madre de Cristo, Verbo encarnado, te abres con docilidad y fidelidad al amor de Dios, ayudando a la Iglesia y a toda la humanidad a vivir para Dios una respuesta " esponsal ", que expresa maravillosamente la comunión que El quiere establecer con su criatura.
        Te doy gracias, mujer, ¡por el hecho mismo de ser mujer! Con la intuición propia de tu femineidad enriqueces la comprensión del mundo y contribuyes a la plena verdad de las relaciones humanas ".



http://www.fluvium.org/textos/mujer/muj226.htm


Carta del Papa Juan Pablo II a las Mujeres



A vosotras, mujeres del mundo entero,
os doy mi más cordial saludo:

1. A cada una de vosotras dirijo esta carta con objeto de compartir y manifestar gratitud, en la proximidad de la IV Conferencia Mundial sobre la Mujer, que tendrá lugar en Pekín el próximo mes de septiembre.
Ante todo deseo expresar mi vivo reconocimiento a la Organización de las Naciones Unidas, que ha promovido tan importante iniciativa. La Iglesia quiere ofrecer también su contribución en defensa de la dignidad, papel y derechos de las mujeres, no sólo a través de la aportación específica de la Delegación oficial de la Santa Sede a los trabajos de Pekín, sino también hablando directamente al corazón y a la mente de todas las mujeres. Recientemente, con ocasión de la visita que la Señora Gertrudis Mongella, Secretaria General de la Conferencia, me ha hecho precisamente con vistas a este importante encuentro, le he entregado un Mensaje en el que se recogen algunos puntos fundamentales de la enseñanza de la Iglesia al respecto. Es un mensaje que, más allá de la circunstancia específica que lo ha inspirado, se abre a la perspectiva más general de la realidad y de los problemas de las mujeres en su conjunto, poniéndose al servicio de su causa en la Iglesia y en el mundo contemporáneo. Por lo cual he dispuesto que se enviara a todas las Conferencias Episcopales, para asegurar su máxima difusión.
Refiriéndome a lo expuesto en dicho documento, quiero ahora dirigirme directamente a cada mujer, para reflexionar con ella sobre sus problemas y las perspectivas de la condición femenina en nuestro tiempo, deteniéndome en particular sobre el tema esencial de la dignidad y de los derechosde las mujeres, considerados a la luz de la Palabra de Dios.
El punto de partida de este diálogo ideal no es otro que dar gracias. « La Iglesia —escribía en la Carta apostólica Mulieris dignitatem— desea dar gracias a la Santísima Trinidad por el "misterio de la mujer" y por cada mujer, por lo que constituye la medida eterna de su dignidad femenina, por las "maravillas de Dio", que en la historia de la humanidad se han realizado en ella y por ella » (n. 31).
2. Dar gracias al Señor por su designio sobre la vocación y la misión de la mujer en el mundo se convierte en un agradecimiento concreto y directo a las mujeres, a cada mujer, por lo que representan en la vida de la humanidad.
Te doy gracias, mujer-madre, que te conviertes en seno del ser humano con la alegría y los dolores de parto de una experiencia única, la cual te hace sonrisa de Dios para el niño que viene a la luz y te hace guía de sus primeros pasos, apoyo de su crecimiento, punto de referencia en el posterior camino de la vida.
Te doy gracias, mujer-esposa, que unes irrevocablemente tu destino al de un hombre, mediante una relación de recíproca entrega, al servicio de la comunión y de la vida.
Te doy gracias, mujer-hija mujer-hermana, que aportas al núcleo familiar y también al conjunto de la vida social las riquezas de tu sensibilidad, intuición, generosidad y constancia.
Te doy gracias, mujer-trabajadora, que participas en todos los ámbitos de la vida social, económica, cultural, artística y política, mediante la indispensable aportación que das a la elaboración de una cultura capaz de conciliar razón y sentimiento, a una concepción de la vida siempre abierta al sentido del « misterio », a la edificación de estructuras económicas y políticas más ricas de humanidad.
Te doy gracias, mujer-consagrada, que a ejemplo de la más grande de las mujeres, la Madre de Cristo, Verbo encarnado, te abres con docilidad y fidelidad al amor de Dios, ayudando a la Iglesia y a toda la humanidad a vivir para Dios una respuesta « esponsal », que expresa maravillosamente la comunión que El quiere establecer con su criatura.
Te doy gracias, mujer, ¡por el hecho mismo de ser mujer! Con la intuición propia de tu femineidad enriqueces la comprensión del mundo y contribuyes a la plena verdad de las relaciones humanas.
3. Pero dar gracias no basta, lo sé. Por desgracia somos herederos de una historia de enormescondicionamientos que, en todos los tiempos y en cada lugar, han hecho difícil el camino de la mujer, despreciada en su dignidad, olvidada en sus prerrogativas, marginada frecuentemente e incluso reducida a esclavitud. Esto le ha impedido ser profundamente ella misma y ha empobrecido la humanidad entera de auténticas riquezas espirituales. No sería ciertamente fácil señalar responsabilidades precisas, considerando la fuerza de las sedimentaciones culturales que, a lo largo de los siglos, han plasmado mentalidades e instituciones. Pero si en esto no han faltado, especialmente en determinados contextos históricos, responsabilidades objetivas incluso en no pocos hijos de la Iglesia, lo siento sinceramente. Que este sentimiento se convierta para toda la Iglesia en un compromiso de renovada fidelidad a la inspiración evangélica, que precisamente sobre el tema de la liberación de la mujer de toda forma de abuso y de dominio tiene un mensaje de perenne actualidad, el cual brota de la actitud misma de Cristo. El, superando las normas vigentes en la cultura de su tiempo, tuvo en relación con las mujeres una actitud de apertura, de respeto, de acogida y de ternura. De este modo honraba en la mujer la dignidad que tiene desde siempre, en el proyecto y en el amor de Dios. Mirando hacia El, al final de este segundo milenio, resulta espontáneo preguntarse: ?qué parte de su mensaje ha sido comprendido y llevado a término?
Ciertamente, es la hora de mirar con la valentía de la memoria, y reconociendo sinceramente las responsabilidades, la larga historia de la humanidad, a la que las mujeres han contribuido no menos que los hombres, y la mayor parte de las veces en condiciones bastante más adversas. Pienso, en particular, en las mujeres que han amado la cultura y el arte, y se han dedicado a ello partiendo con desventaja, excluidas a menudo de una educación igual, expuestas a la infravaloración, al desconocimiento e incluso al despojo de su aportación intelectual. Por desgracia, de la múltiple actividad de las mujeres en la historia ha quedado muy poco que se pueda recuperar con los instrumentos de la historiografía científica. Por suerte, aunque el tiempo haya enterrado sus huellas documentales, sin embargo se percibe su influjo benéfico en la linfa vital que conforma el ser de las generaciones que se han sucedido hasta nosotros. Respecto a esta grande e inmensa « tradición » femenina, la humanidad tiene una deuda incalculable. ¡Cuántas mujeres han sido y son todavía más tenidas en cuenta por su aspecto físico que por su competencia, profesionalidad, capacidad intelectual, riqueza de su sensibilidad y en definitiva por la dignidad misma de su ser!
4. Y qué decir también de los obstáculos que, en tantas partes del mundo, impiden aún a las mujeres su plena inserción en la vida social, política y económica? Baste pensar en cómo a menudo es penalizado, más que gratificado, el don de la maternidad, al que la humanidad debe también su misma supervivencia. Ciertamente, aún queda mucho por hacer para que el ser mujer y madre no comporte una discriminación. Es urgente alcanzar en todas partes la efectiva igualdad de los derechos de la persona y por tanto igualdad de salario respecto a igualdad de trabajo, tutela de la trabajadora-madre, justas promociones en la carrera, igualdad de los esposos en el derecho de familia, reconocimiento de todo lo que va unido a los derechos y deberes del ciudadano en un régimen democrático.
Se trata de un acto de justicia, pero también de una necesidad. Los graves problemas sobre la mesa, en la política del futuro, verán a la mujer comprometida cada vez más: tiempo libre, calidad de la vida, migraciones, servicios sociales, eutanasia, droga, sanidad y asistencia, ecología, etc. Para todos estos campos será preciosa una mayor presencia social de la mujer, porque contribuirá a manifestar las contradicciones de una sociedad organizada sobre puros criterios de eficiencia y productividad, y obligará a replantear los sistemas en favor de los procesos de humanización que configuran la « civilización del amor ».
5. Mirando también uno de los aspectos más delicados de la situación femenina en el mundo, cómo no recordar la larga y humillante historia —a menudo « subterránea »— de abusos cometidos contra las mujeres en el campo de la sexualidad? A las puertas del tercer milenio no podemos permanecer impasibles y resignados ante este fenómeno. Es hora de condenar con determinación, empleando los medios legislativos apropiados de defensa, las formas de violencia sexual que con frecuencia tienen por objeto a las mujeres. En nombre del respeto de la persona no podemos además no denunciar la difundida cultura hedonística y comercial que promueve la explotación sistemática de la sexualidad, induciendo a chicas incluso de muy joven edad a caer en los ambientes de la corrupción y hacer un uso mercenario de su cuerpo.
Ante estas perversiones, cuánto reconocimiento merecen en cambio las mujeres que, con amor heroico por su criatura, llevan a término un embarazo derivado de la injusticia de relaciones sexuales impuestas con la fuerza; y esto no sólo en el conjunto de las atrocidades que por desgracia tienen lugar en contextos de guerra todavía tan frecuentes en el mundo, sino también en situaciones de bienestar y de paz, viciadas a menudo por una cultura de permisivismo hedonístico, en que prosperan también más fácilmente tendencias de machismo agresivo. En semejantes condiciones, la opción del aborto, que es siempre un pecado grave, antes de ser una responsabilidad de las mujeres, es un crimen imputable al hombre y a la complicidad del ambiente que lo rodea.
6. Mi « gratitud » a las mujeres se convierte pues en una llamada apremiante, a fin de que por parte de todos, y en particular por parte de los Estados y de las instituciones internacionales, se haga lo necesario para devolver a las mujeres el pleno respeto de su dignidad y de su papel. A este propósito expreso mi admiración hacia las mujeres de buena voluntad que se han dedicado a defender la dignidad de su condición femenina mediante la conquista de fundamentales derechos sociales, económicos y políticos, y han tomado esta valiente iniciativa en tiempos en que este compromiso suyo era considerado un acto de transgresión, un signo de falta de femineidad, una manifestación de exhibicionismo, y tal vez un pecado.
Como expuse en el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de este año, mirando este gran proceso de liberación de la mujer, se puede decir que « ha sido un camino difícil y complicado y, alguna vez, no exento de errores, aunque sustancialmente positivo, incluso estando todavía incompleto por tantos obstáculos que, en varias partes del mundo, se interponen a que la mujer sea reconocida, respetada y valorada en su peculiar dignidad » (n. 4).
¡Es necesario continuar en este camino! Sin embargo estoy convencido de que el secreto para recorrer libremente el camino del pleno respeto de la identidad femenina no está solamente en la denuncia, aunque necesaria, de las discriminaciones y de las injusticias, sino también y sobre todo en un eficaz e ilustrado proyecto de promoción, que contemple todos los ámbitos de la vida femenina, a partir de una renovada y universal toma de conciencia de la dignidad de la mujer. A su reconocimiento, no obstante los múltiples condicionamientos históricos, nos lleva la razón misma, que siente la Ley de Dios inscrita en el corazón de cada hombre. Pero es sobre todo la Palabra de Dios la que nos permite descubrir con claridad el radical fundamento antropológico de la dignidad de la mujer, indicándonoslo en el designio de Dios sobre la humanidad.
7. Permitidme pues, queridas hermanas, que medite de nuevo con vosotras sobre la maravillosa página bíblica que presenta la creación del ser humano, y que dice tanto sobre vuestra dignidad y misión en el mundo.
El Libro del Génesis habla de la creación de modo sintético y con lenguaje poético y simbólico, pero profundamente verdadero: « Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó: varón y mujer los creó » (Gn 1, 27). La acción creadora de Dios se desarrolla según un proyecto preciso. Ante todo, se dice que el ser humano es creado « a imagen y semejanza de Dios » (cf. Gn 1, 26), expresión que aclara en seguida el carácter peculiar del ser humano en el conjunto de la obra de la creación.
Se dice además que el ser humano, desde el principio, es creado como « varón y mujer » (Gn 1, 27). La Escritura misma da la interpretación de este dato: el hombre, aun encontrándose rodeado de las innumerables criaturas del mundo visible, ve que está solo (cf. Gn 2, 20). Dios interviene para hacerlo salir de tal situación de soledad: « No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada » (Gn 2, 18). En la creación de la mujer está inscrito, pues, desde el inicio el principio de la ayuda: ayuda —mírese bien— no unilateral, sino recíproca. La mujer es el complemento del hombre, como el hombre es el complemento de la mujer: mujer y hombre son entre sí complementarios. La femineidad realiza lo « humano » tanto como la masculinidad, pero con una modulación diversa y complementaria.
Cuando el Génesis habla de « ayuda », no se refiere solamente al ámbito del obrar, sino también al del ser. Femineidad y masculinidad son entre sí complementarias no sólo desde el punto de vista físico y psíquico, sino ontológico. Sólo gracias a la dualidad de lo « masculino » y de lo « femenino » lo « humano » se realiza plenamente.
8. Después de crear al ser humano varón y mujer, Dios dice a ambos: « Llenad la tierra y sometedla » (Gn 1, 28). No les da sólo el poder de procrear para perpetuar en el tiempo el género humano, sino que les entrega también la tierra como tarea, comprometiéndolos a administrar sus recursos con responsabilidad. El ser humano, ser racional y libre, está llamado a transformar la faz de la tierra. En este encargo, que esencialmente es obra de cultura, tanto el hombre como la mujer tienen desde el principio igual responsabilidad. En su reciprocidad esponsal y fecunda, en su común tarea de dominar y someter la tierra, la mujer y el hombre no reflejan una igualdad estática y uniforme, y ni siquiera una diferencia abismal e inexorablemente conflictiva: su relación más natural, de acuerdo con el designio de Dios, es la « unidad de los dos », o sea una « unidualidad » relacional, que permite a cada uno sentir la relación interpersonal y recíproca como un don enriquecedor y responsabilizante.
A esta « unidad de los dos » confía Dios no sólo la obra de la procreación y la vida de la familia, sino la construcción misma de la historia. Si durante el Año internacional de la Familia, celebrado en 1994, se puso la atención sobre la mujer como madre, la Conferencia de Pekín es la ocasión propicia para una nueva toma de conciencia de la múltiple aportación que la mujer ofrece a la vida de todas las sociedades y naciones. Es una aportación, ante todo, de naturaleza espiritual y cultural, pero también socio-política y económica. ¡Es mucho verdaderamente lo que deben a la aportación de la mujer los diversos sectores de la sociedad, los Estados, las culturas nacionales y, en definitiva, el progreso de todo el genero humano!
9. Normalmente el progreso se valora según categorías científicas y técnicas, y también desde este punto de vista no falta la aportación de la mujer. Sin embargo, no es ésta la única dimensión del progreso, es más, ni siquiera es la principal. Más importante es la dimensión ética y social, que afecta a las relaciones humanas y a los valores del espíritu: en esta dimensión, desarrollada a menudo sin clamor, a partir de las relaciones cotidianas entre las personas, especialmente dentro de la familia, la sociedad es en gran parte deudora precisamente al « genio de la mujer ».
A este respecto, quiero manifestar una particular gratitud a las mujeres comprometidas en los más diversos sectores de la actividad educativa, fuera de la familia: asilos, escuelas, universidades, instituciones asistenciales, parroquias, asociaciones y movimientos. Donde se da la exigencia de un trabajo formativo se puede constatar la inmensa disponibilidad de las mujeres a dedicarse a las relaciones humanas, especialmente en favor de los más débiles e indefensos. En este cometido manifiestan una forma de maternidad afectiva, cultural y espiritual, de un valor verdaderamente inestimable, por la influencia que tiene en el desarrollo de la persona y en el futuro de la sociedad. ¿Cómo no recordar aquí el testimonio de tantas mujeres católicas y de tantas Congregaciones religiosas femeninas que, en los diversos continentes, han hecho de la educación, especialmente de los niños y de las niñas, su principal servicio? Cómo no mirar con gratitud a todas las mujeres que han trabajado y siguen trabajando en el campo de la salud, no sólo en el ámbito de las instituciones sanitarias mejor organizadas, sino a menudo en circunstancias muy precarias, en los Países más pobres del mundo, dando un testimonio de disponibilidad que a veces roza el martirio?
10. Deseo pues, queridas hermanas, que se reflexione con mucha atención sobre el tema del « genio de la mujer », no sólo para reconocer los caracteres que en el mismo hay de un preciso proyecto de Dios que ha de ser acogido y respetado, sino también para darle un mayor espacio en el conjunto de la vida social así como en la eclesial. Precisamente sobre este tema, ya tratado con ocasión del Año Mariano, tuve oportunidad de ocuparme ampliamente en la citada Carta apostólica Mulieris dignitatempublicada en 1988. Este año, además, con ocasión del Jueves Santo, a la tradicional Carta que envío a los sacerdotes he querido agregar idealmente la Mulieris dignitateminvitándoles a reflexionar sobre el significativo papel que la mujer tiene en sus vidas como madre, como hermana y como colaboradora en las obras apostólicas. Es ésta otra dimensión, —diversa de la conyugal, pero asimismo importante— de aquella « ayuda » que la mujer, según el Génesis, está llamada a ofrecer al hombre.
La Iglesia ve en María la máxima expresión del « genio femenino » y encuentra en Ella una fuente de continua inspiración. María se ha autodefinido « esclava del Señor » (Lc 1, 38). Por su obediencia a la Palabra de Dios Ella ha acogido su vocación privilegiada, nada fácil, de esposa y de madre en la familia de Nazaret. Poniéndose al servicio de Dios, ha estado también al servicio de los hombres: un servicio de amor. Precisamente este servicio le ha permitido realizar en su vida la experiencia de un misterioso, pero auténtico « reinar ». No es por casualidad que se la invoca como « Reina del cielo y de la tierra ». Con este título la invoca toda la comunidad de los creyentes, la invocan como « Reina » muchos pueblos y naciones. ¡Su « reinar » es servir! ¡Su servir es « reinar »!
De este modo debería entenderse la autoridad, tanto en la familia como en la sociedad y en la Iglesia. El « reinar » es la revelación de la vocación fundamental del ser humano, creado a « imagen » de Aquel que es el Señor del cielo y de la tierra, llamado a ser en Cristo su hijo adoptivo. El hombre es la única criatura sobre la tierra que « Dios ha amado por sí misma », como enseña el Concilio Vaticano II, el cual añade significativamente que el hombre « no puede encontrarse plenamente a sí mismo sino en la entrega sincera de sí mismo » (Gaudium et spes24).
En esto consiste el « reinar » materno de María. Siendo, con todo su ser, un don para el Hijo, es un don también para los hijos e hijas de todo el género humano, suscitando profunda confianza en quien se dirige a Ella para ser guiado por los difíciles caminos de la vida al propio y definitivo destino trascendente. A esta meta final llega cada uno a través de las etapas de la propia vocación, una meta que orienta el compromiso en el tiempo tanto del hombre como de la mujer.
11. En este horizonte de « servicio » —que, si se realiza con libertad, reciprocidad y amor, expresa la verdadera « realeza » del ser humano— es posible acoger también, sin desventajas para la mujer,una cierta diversidad de papeles, en la medida en que tal diversidad no es fruto de imposición arbitraria, sino que mana del carácter peculiar del ser masculino y femenino. Es un tema que tiene su aplicación específica incluso dentro de la Iglesia. Si Cristo —con una elección libre y soberana, atestiguada por el Evangelio y la constante tradición eclesial— ha confiado solamente a los varones la tarea de ser «icono » de su rostro de « pastor » y de « esposo » de la Iglesia a través del ejercicio del sacerdocio ministerial, esto no quita nada al papel de la mujer, así como al de los demás miembros de la Iglesia que no han recibido el orden sagrado, siendo por lo demás todos igualmente dotados de la dignidad propia del « sacerdocio común », fundamentado en el Bautismo. En efecto, estas distinciones de papel no deben interpretarse a la luz de los cánones de funcionamiento propios de las sociedades humanas, sino con los criterios específicos de la economía sacramental, o sea, la economía de « signos » elegidos libremente por Dios para hacerse presente en medio de los hombres.
Por otra parte, precisamente en la línea de esta economía de signos, incluso fuera del ámbito sacramental, hay que tener en cuenta la « femineidad » vivida según el modelo sublime de María. En efecto, en la « femineidad » de la mujer creyente, y particularmente en el de la « consagrada », se da una especie de « profecía » inmanente (cf. Mulieris dignitatem29), un simbolismo muy evocador, podría decirse un fecundo « carácter de icono », que se realiza plenamente en María y expresa muy bien el ser mismo de la Iglesia como comunidad consagrada totalmente con corazón « virgen », para ser « esposa » de Cristo y « madre » de los creyentes. En esta perspectiva de complementariedad « icónica » de los papeles masculino y femenino se ponen mejor de relieve las dos dimensiones imprescindibles de la Iglesia: el principio « mariano » y el « apostólico-petrino » (cf. ibid., 27).
Por otra parte —lo recordaba a los sacerdotes en la citada Carta del Jueves Santo de este año— el sacerdocio ministerial, en el plan de Cristo « no es expresión de dominio, sino de servicio » (n. 7). Es deber urgente de la Iglesia, en su renovación diaria a la luz de la Palabra de Dios, evidenciar esto cada vez más, tanto en el desarrollo del espíritu de comunión y en la atenta promoción de todos los medios típicamente eclesiales de participación, como a través del respeto y valoración de los innumerables carismas personales y comunitarios que el Espíritu de Dios suscita para la edificación de la comunidad cristiana y el servicio a los hombres.
En este amplio ámbito de servicio, la historia de la Iglesia en estos dos milenios, a pesar de tantos condicionamientos, ha conocido verdaderamente el « genio de la mujer », habiendo visto surgir en su seno mujeres de gran talla que han dejado amplia y beneficiosa huella de sí mismas en el tiempo. Pienso en la larga serie de mártires, de santas, de místicas insignes. Pienso de modo especial en santa Catalina de Siena y en santa Teresa de Jesús, a las que el Papa Pablo VI concedió el título de Doctoras de la Iglesia. Y ¿cómo no recordar además a tantas mujeres que, movidas por la fe, han emprendido iniciativas de extraordinaria importancia social especialmente al servicio de los más pobres? En el futuro de la Iglesia en el tercer milenio no dejarán de darse ciertamente nuevas y admirables manifestaciones del « genio femenino ».
12. Vosotras veis, pues, queridas hermanas, cuántos motivos tiene la Iglesia para desear que, en la próxima Conferencia, promovida por las Naciones Unidas en Pekín, se clarifique la plena verdad sobre la mujer. Que se dé verdaderamente su debido relieve al « genio de la mujer », teniendo en cuenta no sólo a las mujeres importantes y famosas del pasado o las contemporáneas, sino también a las sencillas, que expresan su talento femenino en el servicio de los demás en lo ordinario de cada día. En efecto, es dándose a los otros en la vida diaria como la mujer descubre la vocación profunda de su vida; ella que quizá más aún que el hombre ve al hombre, porque lo ve con el corazón. Lo ve independientemente de los diversos sistemas ideológicos y políticos. Lo ve en su grandeza y en sus límites, y trata de acercarse a él y serle de ayuda. De este modo, se realiza en la historia de la humanidad el plan fundamental del Creador e incesantemente viene a la luz, en la variedad de vocaciones, la belleza —no solamente física, sino sobre todo espiritual— con que Dios ha dotado desde el principio a la criatura humana y especialmente a la mujer.
Mientras confío al Señor en la oración el buen resultado de la importante reunión de Pekín, invito alas comunidades eclesiales a hacer del presente año una ocasión para una sentida acción de gracias al Creador y al Redentor del mundo precisamente por el don de un bien tan grandecomo es el de la femineidad: ésta, en sus múltiples expresiones, pertenece al patrimonio constitutivo de la humanidad y de la misma Iglesia.
Que María, Reina del amor, vele sobre las mujeres y sobre su misión al servicio de la humanidad, de la paz y de la extensión del Reino de Dios.
Con mi Bendición.
Vaticano, 29 de junio, solemnidad de los santos Pedro y Pablo, del año 1995.

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